Privada de sanidad

PÚBLICO: En nuestra lista de deseos para el nuevo año la salud suele aparecer como el pariente pobre, algo que se dice porque así lo exige la letra de la canción: frente al dinero y el amor, fuentes de placer, de la salud solo nos acordamos cuando nos falta y causa dolor. Le pasa un poco como al tercer principio revolucionario, la fraternidad, demasiado ausente en los discursos políticos porque la libertad o la igualdad ya llenan nuestras bocas igual que un polvorón. Nadie supo nunca bien qué era aquello de la fraternidad, y por eso las dos Españas se dividieron pronto entre los que salían a aplaudir a los balcones a las ocho y los que se asomaban para la cacerolada de las nueve.


Nunca antes, sin embargo, la salud había ocupado el espacio que ocupa hoy en el debate público. Y es que al fin nos hemos caído del guindo, y nos ha pasado como a Resines al final de Los Serrano (al que desde aquí deseamos una pronta mejoría): aquello de que contábamos con la mejor sanidad pública del mundo era solo un sueño, un relato mítico colectivo sobre los fundamentos de nuestro contrato social. Los soplidos de una pandemia han bastado para echar abajo un edificio que ya se venía desmantelando desde al menos una década atrás, a fuerza de escamotearle sólidos ladrillos.

Ahora hemos pasado a dividirnos entre los pacientes que pierden la paciencia e insultan o agreden al personal de su colapsado centro de salud que no responde al teléfono, y los que señalan a una mano negra que mueve los hilos en despachos más altos. Puede parecer que del aplauso al insulto hay un trecho, pero son apenas dos años y esconden la misma lógica: la de la política de las emociones, tan tristemente de moda en nuestros días. El personal sanitario hubiese necesitado ya entonces probablemente algo más que aplausos, pero sus demandas, tan humana como políticamente comprensibles, siguen cayendo en saco roto. Por algo se les presupone una vocación no ya de servicio público, sino de sacrifico humano. Ellos piden más refuerzos de personal que al menos cubran bajas y vacaciones frente a una demanda exponencialmente creciente, y las autoridades se limitan a responder al son de la orquesta del Titanic con un sálvese quien pueda: autotest, autodiagnóstico, no alcanzamos a seguir contando los casos así que dejamos de contarlos, y quédate en tu casa, donde no contagias ni molestas (aunque tampoco iremos a comprobarlo). Tantos años previniéndonos contra los peligros de la automedicación para llegar ahora a este desconcierto.

¿Existe una alternativa? "A río revuelto, ganancia de pescadores", nos recuerda el refranero popular, y la alternativa neoliberal cree tener la solución: la sanidad privada como algo más que un parche, el complemento perfecto para una economía de monocultivo hostelero que obtiene sus divisas no exportando tecnología, sino recursos humanos: una masiva diáspora de médicas, enfermeros y científicas ejerciendo la profesión que aprendieron aquí en hospitales y laboratorios de allá. Ya lo decía mi abuelo: si quieres un negocio seguro, monta una funeraria, que la gente nunca dejará de morirse. Tampoco dejan antes de enfermar, así que ahora, mejor que abrir un bar, es montar un hospital.

La disyuntiva entre la salud como derecho y la salud como negocio, pese a que el buenismo del liberalismo más ingenuo trata de vendernos en la conjunción ventajosa de un "régimen mixto", no solo atenta contra el principio más elemental de justicia social y universalidad consagrada en nuestra Constitución, sino que presenta (y eso se comenta menos) graves deficiencias fruto de la propia lógica empresarial que rige la sanidad privada: maximizar beneficios a fuerza de recortar costes. No por pagar, el servicio recibido es mejor.

Un seguro privado solo para quien pueda pagárselo: o no, porque la sanidad privada es un selecto club que tiene reservado el derecho de admisión. Alguien de mi entorno que seguramente "podría permitírselo", intentó recientemente contratar una estas pólizas privadas. Y tras contestar a la encuesta preliminar, su solicitud fue rechazada. Los argumentos dados por la empresa: su edad (66, edad con la que ahora no te permiten ni jubilarte), y cierta enfermedad crónica con la que convive el 12% de la población. Qué sorpresa: la sanidad privada solo quiere pacientes jóvenes y sanos, porque ya se sabe que a un enfermo hay que tratarle, y eso es un lío poco rentable.

En cuanto a los servicios prestados, podría ser una buena solución para molestias menores que desatasquen las listas de espera, para ir al podólogo o conseguir recetas de ansiolíticos sin demasiadas preguntas; pero si uno está enfermo de verdad, mejor acudir a la sanidad pública. Confieso que yo, inmune a los anuncios de Securitas Direct protagonizados por jóvenes matrimonios envejecidos por el miedo y el hastío de la vida en un adosado de la afueras (prefiero que me okupen la casa a parecerme a ellos), soy más sensible en cambio a las imágenes de las salas de espera de urgencias atestadas, y los pacientes ingresados en una silla por los pasillos, enchufados a una bombona de oxígeno, que cotidianamente nos ofrecen los informativos. Desplazada por motivos laborales en una comunidad autónoma cuya sanidad pública, digan lo que digan el consejero y su presidenta pop, no goza de buena reputación (por algo Madrid es la que menos invierte en Sanidad por habitante), acabé picando el anzuelo. Me convenció mi banco que, como desde la crisis hipotecaria y con los tipos de interés a 0 no levantan cabeza, se han convertido ahora en vendedores de seguros, con una oferta muy tentadora: aunar todos mis seguros (vivienda, automóvil) en uno, añadiendo otro de salud, y lograr con ello un 25% de descuento. Me convencieron también mis propios cálculos acerca de esas dolencias menores: solo con lo que me gasto en fisioterapeutas por culpa de las recurrentes contracturas cervicales, me compensa, pensé.

 

 

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Pero resultó que acudir al fisioterapeuta a través de tu seguro de salud no es tan sencillo como hacerlo por lo particular. Te dan una primera cita para dentro de diez días o dos semanas que se limita a la constatación por parte de una doctora en su despacho de que, efectivamente, necesitas tratamiento, que no empezará sino hasta una semana después y en sesiones de solo 25 minutos dos veces por semana como si de una extraescolar se tratara, en las que se limitan a echarte una mantita eléctrica a los hombros (lo mismo que venía haciendo yo en casa desde hacía semanas) o a facilitarte una pequeña tabla de ejercicios que ya te conoces de memoria. Me rendí pasados dos meses, y a pesar de que mi seguro me cubre la fisioterapia, en lo sucesivo he vuelto a recurrir, tarjeta de crédito en mano, a los servicios particulares de antaño.

Lo mismo podría decir del podólogo (la póliza incluye las visitas pero no las plantillas especiales a medida) o el traumatólogo (tampoco la férula recetada, que te envían a comprarla a la ortopedia de la esquina que seguramente trabaja a comisión). Aunque en honor a la verdad, y puesto que las empresas están formadas por personas, también me he encontrado con grandes profesionales que, en vez de aprovecharse de mis zozobras para exprimirme, me han convencido de que no merecía la pena seguir adelante con costosos tratamientos sin cobertura y de resultados inciertos.

Y cuando se trata de afecciones más graves: a principios de diciembre acudí a las urgencias privadas con lo que fue diagnosticado como una "gastroenteritis aguda" y me devolvieron a casa con la receta de la abuela: mucho líquido, dieta blanda y reposo. Como aquello no amainaba, a mediados de mes traté de lograr cita con un especialista en digestivo, pero no encontré una cita disponible hasta febrero: no se crean que la sanidad privada está libre de listas de espera. Así que, aprovechando las vacaciones navideñas, regresé a mi ciudad de origen (en la comunidad que, pese a sus deficiencias, más gasta en sanidad por habitante) y en el hospital público de allí he pasado las fiestas de fin de año, sometida a todo tipo de análisis y pruebas que no se me prestaron en la sanidad privada. Pruebas por cierto costosísimas (endoscopias, biopsias), que ni con la paga extra habría podido cubrir pese a lo ahorrado en marisco y regalos, hasta que han dado con un diagnóstico real (lamentablemente para mí, algo más serio y grave que una simple gastroenteritis).

En cuanto al personal, en la sanidad privada conviven reputados especialistas que por las mañanas trabajan en el sector público y por la tarde atienden en su consulta privada (sorteando no sé cómo el régimen de incompatibilidades de la administración pública), y que si te descuidas, te recomiendan acudir a verles en su hospital público para las pruebas más costosas, con un personal precarizado y mal pagado, porque por algún lado habrá que recortar gastos: si en el sector público es una demanda constante la falta de personal, no se asomen ustedes a la ratio de médicos por pacientes de la sanidad privada, porque ya les advierto de que no tendrán al Doctor House y todo su equipo a su disposición.

Lo mismo puede decirse de sus hospitales, tan modernos, acristalados y con luces de neón que proliferan últimamente en nuestras ciudades (pero que siguen conviviendo con una red vetusta de clínicas de monjitas a la que les haría falta una mano de pintura). La tecnología y quirófanos con los que cuentan han mejorado en los últimos años gracias al nuevo boom de clientes asustados, pero siguen funcionando mejor como hoteles (con sus habitaciones individuales con baño y televisores que funcionan sin necesidad de monedas) que como verdaderos hospitales: porque puede ocurrir que, si usted sufre un agravamiento en medio de la noche, no haya especialistas de guardia en ese momento, y si su complicación se vuelve realmente crítica, lo deriven a un hospital "de los de verdad".

En cuanto al tan cacareado régimen mixto público-privado que promueven nuestras administraciones, no es más que un perverso mecanismo que reparte la responsabilidad global a hombros del sector público, reservando los beneficios para el privado. El gasto público sanitario no ha dejado de crecer, ciertamente, desde 2012, pero para entenderlo hay que desglosarlo: porque no es lo mismo que se destine a la contratación de personal y dotación de medios, que a la construcción de nuevos hospitales (pelotazos de ladrillo para los amigos) y demás concesiones y contratas con el sector privado. La Comunidad de Madrid acumula ya una deuda de más de 900 millones con la sanidad privada, y el 10% del gasto público estatal se dedica a estos servicios privados. Otra sorpresa inesperada, ¿verdad? La sanidad privada vive fundamentalmente de subvenciones públicas.

La lógica de la gestión privada se ha hecho incluso con los hospitales públicos: externalización de servicios (el menú de ningún hospital era merecedor de una estrella Michelin, pero las redes sociales a cada tanto nos muestran ahora imágenes de purés congelados y sábanas sucias), y gestión empresarial que incentiva reducir la estancia de los pacientes, aunque en la práctica sea el mismo enfermo el que una y otra vez vuelve a ingresar, víctima de los recortes en su atención.

Por último, cabe preguntarse qué ha aportado la sanidad privada a la gestión de la pandemia en estos dos años. En un primer momento, se lavaron las manos: las pandemias mundiales no eran de su incumbencia, así lo establecían sus estatutos y así lo anunciaban en sus webs. En pleno estado de alarma, Sánchez agitó el artículo 33 de la Constitución, que somete en situaciones de emergencia la propiedad privada a la utilidad pública y el interés social, indemnización mediante. Así ha sido cómo el sector privado se ha encargado del 16% de los enfermos covid, pero cobrándolos carísimo: más de 700 euros por paciente y día, más de 2000 si el enfermo acababa en la UCI. Un negocio redondo, nuevamente pagado por las administraciones públicas.

España dedica un 2,7% de su PIB a la sanidad privada, una de las tasas más altas de Europa (solo superada por países como Chipre, Grecia, Portugal, Bulgaria o Malta), y muy por encima del 0,7% de Luxemburgo (Alemania o Francia se mueven en torno al 1,8%). El éxito de la campaña de vacunación, bien organizada, en tiempo récord y con una gran respuesta ciudadana, no ha tenido nada que ver con la sanidad privada. La sanidad universal fue uno de los grandes logros tras la II Guerra Mundial, una de esas excepcionalidades que todavía hace de Europa un rincón privilegiado. Porque el verdadero privilegio es ese, y de ahí que en los países más ricos de nuestro entorno no abunden los seguros privados; no es privilegio, en cambio, poder pagarse un seguro privado que no mira por el bienestar de la sociedad o contraviene la ética de la práctica médica. No permitamos que nos arrebaten también eso, dejando a la ciudadanía privada de sanidad.